Oblivion
parte de los no recuerdos
parte de los no recuerdos
Fue una revolución y en su oscuridad guardaba el néctar de dos amantes. Fantasmas que querían regalarse en las ferias del barrio. Figuras excitadas que fueron desgarrándose hasta parir sus propósitos-deseos, mientras las agujas del reloj eran corridas por pulmones que agitados bramaban inteligencia o locura, para terminar destruyéndose sobre sus yemas.
Ellos miraban pacientes sus cuerpos entrelazados y un halo de brumosa tempestad los fue asfixiando en demasía. La delicada armonía que batallaba contra sus plañidos la fue inundando y el perfume de él (el deforme), no era más fuerte que el de un helecho seco, pero intentaba tener con todas sus fuerzas el aroma de los cachorros acurrucados.
“Sin duda (que recordar u olvidar) fue” algo nuevo, ahora retrógrado y auténtico. Alguna grabación de la que todos hacemos uso, las idas y vueltas de sus días, lo contemporáneo, ella gritándole después y el deforme esperando en el farolito, la calma de las sábanas, lo extremadamente bonito y el ruido del fuelle que se contraía cuando ella (o él) no aparecía. Y tal vez, el cuerpo que derramó su única claridad estaba cerca de su realidad perfecta cuando miraba sus párpados por dentro.
Él destruía hasta los portones de fundición, los compases lúdicos y los cristales. Había que sentirse orgulloso de “algo” en aquellos momentos, porque escuchó alguna vez, que fuera cual fuese el cambio siempre mejoraría al estancamiento –el ideal retraído de aquellos artistas burgueses-.
Pero sentía el deber de aferrarse a su boca.
Creía en el sentido oculto de los
Estúpidos
y se dejaba llevar lentamente por extremidades de seda y por sus costillas que golpeaban como vagones de sueños-deseos por las vías de un tren cuasi infinito.
A veces, no se toleraban. Ni en la bruma. Y hacían el amor en cada esquina, separados por un cenicero y un piso de parqué muy maltratado. Pero otras, no eran otras o sí, o las mismas, más bien eran noches pacificas en donde reinaban los colores claros y los chelos, donde podían agarrar cada uno el pañuelo blanco o tirar la toalla, como púgiles mareados (les contaban en sus caras) de efervescente amor.
Y la música estaba en constante sintonía pero en otra dimensión, una dimensión que les servía de lecho. Entendían que sonreír acurrucados entre los compases algo desfasados de aquella cuna era como amamantar a los desprotegidos, a los forajidos, a los indigentes y a los borrachos.
Recién volvía a la realidad cuando ella caminaba firme (como martillo sobre las baldosas) por la ciudad sin farolito, eran nuevos, el no recuerdo, novedosos, incoherentes. Y él sabía bien, que todavía la podía besar mientras se quedara quieto, el mero recuerdo -Existencia subjetiva-.
De pronto recordó el relato de su abuelo (aquello no era así, no era tango) y decidió prender un faso.
Entre respiraciones nebulosas la carpeteó doblando por la esquina en ochava y dejó que por fin el bandoneonista terminase de tocar “Oblivion”, justo cuando una etiqueta abollada le parloteaba de las minas.
Ellos miraban pacientes sus cuerpos entrelazados y un halo de brumosa tempestad los fue asfixiando en demasía. La delicada armonía que batallaba contra sus plañidos la fue inundando y el perfume de él (el deforme), no era más fuerte que el de un helecho seco, pero intentaba tener con todas sus fuerzas el aroma de los cachorros acurrucados.
“Sin duda (que recordar u olvidar) fue” algo nuevo, ahora retrógrado y auténtico. Alguna grabación de la que todos hacemos uso, las idas y vueltas de sus días, lo contemporáneo, ella gritándole después y el deforme esperando en el farolito, la calma de las sábanas, lo extremadamente bonito y el ruido del fuelle que se contraía cuando ella (o él) no aparecía. Y tal vez, el cuerpo que derramó su única claridad estaba cerca de su realidad perfecta cuando miraba sus párpados por dentro.
Él destruía hasta los portones de fundición, los compases lúdicos y los cristales. Había que sentirse orgulloso de “algo” en aquellos momentos, porque escuchó alguna vez, que fuera cual fuese el cambio siempre mejoraría al estancamiento –el ideal retraído de aquellos artistas burgueses-.
Pero sentía el deber de aferrarse a su boca.
Creía en el sentido oculto de los
Estúpidos
y se dejaba llevar lentamente por extremidades de seda y por sus costillas que golpeaban como vagones de sueños-deseos por las vías de un tren cuasi infinito.
A veces, no se toleraban. Ni en la bruma. Y hacían el amor en cada esquina, separados por un cenicero y un piso de parqué muy maltratado. Pero otras, no eran otras o sí, o las mismas, más bien eran noches pacificas en donde reinaban los colores claros y los chelos, donde podían agarrar cada uno el pañuelo blanco o tirar la toalla, como púgiles mareados (les contaban en sus caras) de efervescente amor.
Y la música estaba en constante sintonía pero en otra dimensión, una dimensión que les servía de lecho. Entendían que sonreír acurrucados entre los compases algo desfasados de aquella cuna era como amamantar a los desprotegidos, a los forajidos, a los indigentes y a los borrachos.
Recién volvía a la realidad cuando ella caminaba firme (como martillo sobre las baldosas) por la ciudad sin farolito, eran nuevos, el no recuerdo, novedosos, incoherentes. Y él sabía bien, que todavía la podía besar mientras se quedara quieto, el mero recuerdo -Existencia subjetiva-.
De pronto recordó el relato de su abuelo (aquello no era así, no era tango) y decidió prender un faso.
Entre respiraciones nebulosas la carpeteó doblando por la esquina en ochava y dejó que por fin el bandoneonista terminase de tocar “Oblivion”, justo cuando una etiqueta abollada le parloteaba de las minas.
Teseracto
Villa Carlos Paz
entre los meses de febrero y julio
Villa Carlos Paz
entre los meses de febrero y julio
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