30.8.10

Si la oscuridad cierra sus ojos

Existen aquellas que desean oscurecer y otras que desean inflamarse sus propias tripas. Existen las enteras y bien formadas, o las suicidas. Fuera de todos aquellos grupos, ésta desea no ser o fingir no ser. Desea fijar sus pies y esperar en un rincón. Anhela sus lágrimas hirvientes en su mismo caldo y ruega perder su piel con el paso del tiempo. Ruega tantas veces derretirse que le confía todo su espíritu al que la derrota, como si aquello fuera una religión pagana de sacrificios y ritos. Lleva un fuego en su puño como en una tea, inapagable, invencible. Serviría para encender una maderita de cedro, fundir lacre o pedirle algún milagro a la virgen. De repente recuerdo otros fuegos, los fuegos de Cortázar, los fuegos azules, los artificiales, el de las sierras y el de los fósforos robados a mi abuela.

Ella mezcla las cartas mientras él apaga otro fuego, el de la cocina. Pone el agua hirviente sobre el café batido en dos tazas grandes. Mitad de taza para ella y llena para él. Agarra sus cartas, él la ve reír, ella le pregunta si tiene un tres rojo y de repente, después de quemar su lengua con su primer sorbo de café quedaron a oscuras. Ella camina sobre la negrura ayudándose con las manos, hacia el cajón donde guarda las velas.

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